Para concluir la serie de
“viajes a la memoria” referidos a Montejaque y Ronda, y alrededores, con motivo
de la celebración de su 50 Aniversario por el grupo de la XXI promoción de
Milicias Universitarias, que en los años 1963 y 1964 integró las 4ª y 1ª
compañías, respectivamente, de la 1ª Agrupación del Campamento de la
Instrucción Premilitar Superior, quienes ya peinamos canas (si es que las tenemos y no “ofertamos” más o
menos calvicie) y quienes ya hemos hecho en la vida una gran parte del
recorrido personal, familiar y profesional, estamos experimentando especiales
sensaciones y emociones de compleja descripción.
Ahí es nada volver con los
recuerdos a las tierras, paisajes y ambientes que nos envolvieron en nuestra
juventud de universitarios a punto de licenciarnos, y recordar aquellos tiempos
de espíritu militar (y el servicio era obligatorio, no se olvide) y de estudios
sobre lo castrense, desde la táctica al tiro, pasando por la topografía y las
ordenanzas, que nos llenaron de más de una inquietud, por no decir zozobra.

Éramos algo señoritos (eso
pensábamos entonces, pero bajo los prismas actuales, resulta que no era así, y
al contarlo a nuestros sucesores o no lo creen o nos consideran esforzados
héroes) y nos hallamos de forma impensada con una disciplina que en principio colisionaba con nuestra tendencia aburguesada a la cultura y a la vida
acomodada, aunque, en verdad, no tuviéramos una vida demasiado muelle ni, como
se dice en castiza expresión, “ni un duro”.

Todo eso, y mucho más, es lo que
estamos reviviendo en la memoria -- en la cada vez más flaca memoria que va
quedándonos— estos días, que ya son la antesala del encuentro que muchos de
nosotros vamos a experimentar con quienes fueron nuestros compañeros de tienda,
de compañía y de campamento; y lo estamos recordando re-visionando en la
memoria todos aquellos parajes que durante seis meses fueron nuestro entorno, nuestro ambiente, nuestra envoltura, el refugio de nuestros pensamientos y nuestros sueños.

¿Quién no recuerda aquellos
disparos con el carro de combate –el único que tuvimos cerca durante nuestra
estancia campamental— que retumbaban y parecían devolver desde el “murex” el
eco de respuesta a tan potente arma?
¿Y acaso se ha olvidado la
prueba del cañón sin retroceso, anunciado como una de las más modernas armas de
aquel entonces, cuyos proyectiles impactaron una y otra vez en la pared que
había enfrente?
Mas para llegar al omnipresente
“murex” era preciso descender la ladera de la montaña (los componentes de la 3ª
Agrupación mucho más, porque habían de bajar la llamada “cuesta del bicarbonato”,
ya que su subida exigía ese compuesto químico para atenuar los efluvios
gástricos generados por el esfuerzo) y llegarse hasta la línea del ferrocarril,
por las cercanías del apeadero de La Indiana, tan “nuestro”, y cruzar el
riachuelo, allí pequeño, Guadiaro, en su rácano discurrir hasta acariciar la
Cueva de la Pileta, después de acercarse a la Cueva del Gato.
Sobrepasados que eran el
ferrocarril y el río, se comenzaba la ascensión por aquellos secos caminos, que
semejaban y tal vez eran barrancos, con oquedades, piedras de gravas rodadas, y
tantas y tantas materias minerales, en que las botas se vestían de blanco y los
pies quedaban rebozados con una mezcla de sudor empolvado.
Y, o bien se buscaba la
carretera que seguía hacia Grazalema, o, en otro caso, se descendía en
dirección a Benaoján, que estos eran los más habituales destinos de las
“palizas” diurnas, nocturnas o de media tarde con que se nos “obsequiaba”.
Éstas han sido unas experiencias
imborrables; pero no menos recordadas son las que implicaban la subida desde el
campamento a la ciudad de Ronda, porque ello implicaba algo más que el “polvo,
sudor y hierro” cidianos.
Llegaban los festivos en los que
no se concedía permiso para desplazamiento a otras poblaciones, y, cual
marabunta, los “caballeros aspirantes a oficial de complemento”, inundábamos
Ronda y nos hacíamos notar de caqui por la alameda y zonas cercanas al Tajo,
degustando algún cafetito y tomando algunas tapas. Porque lo de alternar con
las ya resabiadas muchachas rondeñas era misión imposible…
Claro, que llegar hasta Ronda
implicaba subir a pie firme, y normalmente a las 3 de la tarde, una cuesta de
alto porcentaje, entre rocas, piedras y matojos, cruzando por dos veces la
carretera que desde el valle de Montejaque serpenteaba hasta la ciudad, para
llegar, si no exhaustos (¡envidiable juventud!) sí empapados en sudor y
rebozados de tierra/polvo, que unos avezados y despiertos gitanillos limpiaban
a la entrada de Ronda, por un “duriyo”.

Todo esto y mucho más está
llegando a nuestras mentes, ahora que vamos a volver al lugar al que, juramos y
perjuramos, repetimos y gritamos que ¡!!NO VOLVEREMOS MÁS!!!.
Porque entonces estábamos
culminando nuestra formación como hombres, claro está…Y por aquello del refrán
de que “Nunca digas de esta agua no beberé…”, pues ¡claro que vamos a volver!.
Y con gusto, con placer, con emoción… para comprobar si todavía podemos
retrobar aquel punto geográfico en el que estaba nuestra tienda o si podemos
pisar la zona en la que nos sentábamos con los compañeros, al atardecer, para
desgranar las notas de la guitarra. Y para volver a percibir el perfume de las
encinas y de los hayedos que aún restan en las barrancaditas que delimitaban
las distintas zonas campamentales, para, en fin, notar en nuestras curtidas y
bastante arrugadillas epidermis, la sensación del airecillo montejaqueño que
nos brindó oxígeno puro, algo caliente, por cierto, mezclado con vida
auténtica.
Y vamos a volver, llevando con
nosotros, para que lo vean y sean testigos, a nuestras esposas e hijos y nueras
y yernos, y algunos inclusive a sus nietos, para que puedan tal vez comprender
“in situ” que su “menos-joven” padre, suegro, abuelo, no es tal, porque revive
con emoción juvenil lo que queda de una etapa que se ha resistido a cerrar.
Hemos roto el conjuro de no
volver, porque ahora sabemos que aquel Montejaque, y los años subsiguientes,
nada menos que diez lustros, si algo nos han hecho es mucho más humanos, porque
hemos vivido más, y porque llevamos con nosotros las enseñanzas vitales que
surgieron en torno a esos parajes y los recuerdos de personas que nunca olvidaremos y que ya han quedado esculpidos a golpe de emoción en nuestras
mentes.
Ahora todos nos sentimos más hombres, más completos, porque hemos luchado y sufrido en este nuestro
Montejaque, en esta nuestra Ronda, preludio y antesala de nuestra posterior lucha en la profesión y en la vida, parte de lo cual ya ha comenzado a quedar soterrado en la memoria y en la vitalidad; que ya así lo recuerda el poema de un
conocido autor español, muy identificado con quien esto escribe:
“Porque después de todo
he comprobado
que no se goza bien de lo
gozado
sino después de haberlo
padecido.
Porque después de todo he
comprendido
que lo que el árbol tiene
de florido
vive de lo que tiene
sepultado”
SALVADOR DE PEDRO BUENDÍA