THE MONUMENT VALLEY, ARIZONA, USA

THE MONUMENT VALLEY, ARIZONA, USA
La magnificencia del paisaje en The Monument Valley, la belleza del entorno, las reminiscencias de un pasado de tantos y tantos viajeros que cruzaron el Far West, protagonizando aventuras míticas entre las tribus indias y buscando un futuro mejor...Y al igual que esa ruta invita a seguir hasta más allá del horizonte, hasta el infinito, el Monument Valley, suscitando mil experiencias viajeras y recuerdos, se convierte en el icono de este blog que pretende rememorar las emociones y experiencias del conocimiento de nuevas tierras, nuevas culturas y nuevas gentes. Sin descartar que invada la nostalgia evocando vivencias personales de épocas ya pasadas pero nunca olvidadas.

viernes, 24 de mayo de 2013

Viaje a la memoria (V).- Montejaque-Ronda: Donde acabamos de hacernos hombres y donde nos vamos a reconocer más humanos


Para concluir la serie de “viajes a la memoria” referidos a Montejaque y Ronda, y alrededores, con motivo de la celebración de su 50 Aniversario por el grupo de la XXI promoción de Milicias Universitarias, que en los años 1963 y 1964 integró las 4ª y 1ª compañías, respectivamente, de la 1ª Agrupación del Campamento de la Instrucción Premilitar Superior, quienes ya peinamos canas  (si es que las tenemos y no “ofertamos” más o menos calvicie) y quienes ya hemos hecho en la vida una gran parte del recorrido personal, familiar y profesional, estamos experimentando especiales sensaciones y emociones de compleja descripción.
Ahí es nada volver con los recuerdos a las tierras, paisajes y ambientes que nos envolvieron en nuestra juventud de universitarios a punto de licenciarnos, y recordar aquellos tiempos de espíritu militar (y el servicio era obligatorio, no se olvide) y de estudios sobre lo castrense, desde la táctica al tiro, pasando por la topografía y las ordenanzas, que nos llenaron de más de una inquietud, por no decir zozobra.
Ahí es nada recordar a los once compañeros con los que cada uno moró seis meses en una reducida tienda circular de lona (las llamadas “de indios”) sobre el duro suelo de la montaña de Montejaque, experimentando, más bien sufriendo, el tremendo calor, las inclemencias de las tormentas, el acoso de los insectos…
Éramos algo señoritos (eso pensábamos entonces, pero bajo los prismas actuales, resulta que no era así, y al contarlo a nuestros sucesores o no lo creen o nos consideran esforzados héroes) y nos hallamos de forma impensada con una disciplina que en principio colisionaba con nuestra tendencia aburguesada a la cultura y a la vida acomodada, aunque, en verdad, no tuviéramos una vida demasiado muelle ni, como se dice en castiza expresión, “ni un duro”.
Ahí es nada volver a encontrarse bajo las centenarias encinas que orlan la ladera desde la montaña rondeña hasta el valle de Montejaque y La Indiana y de los riachuelos que por él discurren, y no poder olvidar las clases a la sombra ardiente de aquellos árboles que eran testigos mudos de nuestros apuros para recordar los conceptos enseñados por los profesores militares y sin poder olvidar tampoco los exámenes casi semanales, con las posaderas sobre el suelo, una tablilla de cartón tablex sobre las rodillas, y unos folios para escribir, si es que se podía, cuál era la mejor formación para el reconocimiento del terreno, o el ángulo preferible en el tiro a objetivo lejano, o cómo determinar un punto del terreno, a más de conocer el artículo 5º de las Ordenanzas, aquél que decía que “ el cabo, como jefe más inmediato del soldado…”.
Todo eso, y mucho más, es lo que estamos reviviendo en la memoria -- en la cada vez más flaca memoria que va quedándonos— estos días, que ya son la antesala del encuentro que muchos de nosotros vamos a experimentar con quienes fueron nuestros compañeros de tienda, de compañía y de campamento; y lo estamos recordando re-visionando en la memoria todos aquellos parajes que durante seis meses fueron nuestro entorno, nuestro ambiente, nuestra envoltura, el refugio de nuestros pensamientos y nuestros sueños.
¿Quién ha podido olvidar el “murex”, esa pared que se alza majestuosa y provocativa casi enfrente del campamento, que era como el límite geográfico de nuestras visiones, y donde fueron a parar los disparos de nuestros mosquetones, que, si bien dirigidos a unos blancos con la diana, acabaron la mayoría sumergidos de forma anónima en la tierra o la roca?
¿Quién no recuerda aquellos disparos con el carro de combate –el único que tuvimos cerca durante nuestra estancia campamental— que retumbaban y parecían devolver desde el “murex” el eco de respuesta a tan potente arma?
¿Y acaso se ha olvidado la prueba del cañón sin retroceso, anunciado como una de las más modernas armas de aquel entonces, cuyos proyectiles impactaron una y otra vez en la pared que había enfrente?
Mas para llegar al omnipresente “murex” era preciso descender la ladera de la montaña (los componentes de la 3ª Agrupación mucho más, porque habían de bajar la llamada “cuesta del bicarbonato”, ya que su subida exigía ese compuesto químico para atenuar los efluvios gástricos generados por el esfuerzo) y llegarse hasta la línea del ferrocarril, por las cercanías del apeadero de La Indiana, tan “nuestro”, y cruzar el riachuelo, allí pequeño, Guadiaro, en su rácano discurrir hasta acariciar la Cueva de la Pileta, después de acercarse a la Cueva del Gato.
Sobrepasados que eran el ferrocarril y el río, se comenzaba la ascensión por aquellos secos caminos, que semejaban y tal vez eran barrancos, con oquedades, piedras de gravas rodadas, y tantas y tantas materias minerales, en que las botas se vestían de blanco y los pies quedaban rebozados con una mezcla de sudor empolvado.
Y, o bien se buscaba la carretera que seguía hacia Grazalema, o, en otro caso, se descendía en dirección a Benaoján, que estos eran los más habituales destinos de las “palizas” diurnas, nocturnas o de media tarde con que se nos “obsequiaba”.
Éstas han sido unas experiencias imborrables; pero no menos recordadas son las que implicaban la subida desde el campamento a la ciudad de Ronda, porque ello implicaba algo más que el “polvo, sudor y hierro” cidianos.
Llegaban los festivos en los que no se concedía permiso para desplazamiento a otras poblaciones, y, cual marabunta, los “caballeros aspirantes a oficial de complemento”, inundábamos Ronda y nos hacíamos notar de caqui por la alameda y zonas cercanas al Tajo, degustando algún cafetito y tomando algunas tapas. Porque lo de alternar con las ya resabiadas muchachas rondeñas era misión imposible…
Claro, que llegar hasta Ronda implicaba subir a pie firme, y normalmente a las 3 de la tarde, una cuesta de alto porcentaje, entre rocas, piedras y matojos, cruzando por dos veces la carretera que desde el valle de Montejaque serpenteaba hasta la ciudad, para llegar, si no exhaustos (¡envidiable juventud!) sí empapados en sudor y rebozados de tierra/polvo, que unos avezados y despiertos gitanillos limpiaban a la entrada de Ronda, por un “duriyo”.
Y en los alrededores del campamento, los Arriate, Benaoján, Cortes de la Frontera, Setenil, eran poblaciones acogedoras que invitaban a algunos más osados y con algo más de dinero a desplazarse hasta ellas y pernoctar cuando podían, por aquello de tener mejor economía, tratando de conseguir, a veces con éxito, los favores de alguna moza bien dispuesta a no pasar el fin de semana en soledad.
Todo esto y mucho más está llegando a nuestras mentes, ahora que vamos a volver al lugar al que, juramos y perjuramos, repetimos y gritamos que ¡!!NO VOLVEREMOS MÁS!!!.
Porque entonces estábamos culminando nuestra formación como hombres, claro está…Y por aquello del refrán de que “Nunca digas de esta agua no beberé…”, pues ¡claro que vamos a volver!. Y con gusto, con placer, con emoción… para comprobar si todavía podemos retrobar aquel punto geográfico en el que estaba nuestra tienda o si podemos pisar la zona en la que nos sentábamos con los compañeros, al atardecer, para desgranar las notas de la guitarra. Y para volver a percibir el perfume de las encinas y de los hayedos que aún restan en las barrancaditas que delimitaban las distintas zonas campamentales, para, en fin, notar en nuestras curtidas y bastante arrugadillas epidermis, la sensación del airecillo montejaqueño que nos brindó oxígeno puro, algo caliente, por cierto, mezclado con vida auténtica.
Y vamos a volver, llevando con nosotros, para que lo vean y sean testigos, a nuestras esposas e hijos y nueras y yernos, y algunos inclusive a sus nietos, para que puedan tal vez comprender “in situ” que su “menos-joven” padre, suegro, abuelo, no es tal, porque revive con emoción juvenil lo que queda de una etapa que se ha resistido a cerrar.
Hemos roto el conjuro de no volver, porque ahora sabemos que aquel Montejaque, y los años subsiguientes, nada menos que diez lustros, si algo nos han hecho es mucho más humanos, porque hemos vivido más, y porque llevamos con nosotros las enseñanzas vitales que surgieron en torno a esos parajes y los recuerdos de personas que nunca olvidaremos y que ya han quedado esculpidos a golpe de emoción en nuestras mentes.
Ahora todos nos sentimos más hombres, más completos, porque hemos luchado y sufrido en este nuestro Montejaque, en esta nuestra Ronda, preludio y antesala de nuestra posterior lucha en la profesión y en la vida, parte de lo cual ya ha comenzado a quedar soterrado en la memoria y en la vitalidad; que ya así lo recuerda el poema de un conocido autor español, muy identificado con quien esto escribe: 
“Porque después de todo he comprobado
que no se goza bien de lo gozado
sino después de haberlo padecido.
Porque después de todo he comprendido
que lo que el árbol tiene de florido
vive de lo que tiene sepultado”
SALVADOR DE PEDRO BUENDÍA