Un año más mi esposa y yo
decidimos “acercarnos” hasta Ucrania, para aprovechar las festividades
españolas de la Semana Santa y visitar en Kiev a los familiares (hijo, esposa y
nietos) que allí tenemos, más compartir esos días con los buenos e inolvidables
amigos con quienes, pese a la distancia, seguimos manteniendo una fluida,
intensa e íntima relación de amistad.
La
decisión la tomamos con bastante antelación, allá por mediados del mes de
febrero, comenzando por explorar las diferentes posibilidades de vuelos,
buscando la más económica, y tratando de viajar desde Valencia hasta Kiev de manera directa y con las menos escalas posibles.
Lo primero
con lo que topamos fue la práctica inexistencia de vuelos directos desde Valencia, ya que
desde España hasta Ucrania casi todos los vuelos se realizaban partiendo de Madrid y
Barcelona, y si se pretendía iniciar el viaje aéreo desde Valencia, había que
optar por un vuelo de conexión en compañía española, con poco margen de tiempo
para el tránsito y con el ya consabido y demostrado riesgo de extravío de
equipajes en cuanto estos se cambian de avión.
En estos
menesteres y cavilaciones nos hallábamos cuando encontramos (en Internet,
claro, que es la herramienta que habitualmente utilizamos para estos
menesteres) que Ukraine International Airlines ofrecía un vuelo Valencia- Kiev
Boryspil, con escala en Ivano-Frankivsk (la capital de la región u oblast
de Pre-Carpatia), cuya escala
–inexplicada— se cifraba en el viaje de ida de una hora de duración.
El precio
resultaba alto y caro si se compara con las ofertas con las que bombardean los
operadores aeronáuticos en el seno de la Unión Europea, ya que, si se
transportaba equipaje (existía la posibilidad de solamente equipaje de mano), su montante se aproximaba a los trescientos euros.
(Hago aquí
un inciso para recordar que cuando inicié mis viajes a Ucrania, hace casi veinte
años, los costes de los billetes de ida y vuelta eran casi el doble, por lo que si
actualmente nos quejamos, es, o por mal acostumbrados, o porque pensamos que las
compañías aéreas siempre ganan cantidades fabulosas)
Como
precios más baratos no hallábamos en las fechas que nos convenían, nos
decidimos en fin por comprar los billetes para salir desde Valencia el Sábado
Santo y regresar el 24 de abril, aprovechando que en Valencia era fiesta local.
Lo
sorprendente era el horario: Salida de Valencia a la 1’30 de la madrugada de
ese sábado. Llegada a Ivano-Frankivsk a las 6 de la mañana, hora ucraniana (una hora más). Salida de esta capital a las 7, para llegar al aeropuerto de Kiev Boryspil (el principal y más internacional de la capital ucraniana) a las 8’15.
Y para el
regreso, la opción era aun más inhabitual: Salida de Kiev a las 9’30, con
llegada a Ivano-
Frankivsk a las 10’45, y escala ¡hasta las 21’30! en esta capital, para llegar a Valencia a las 00’30 del siguiente día.
Frankivsk a las 10’45, y escala ¡hasta las 21’30! en esta capital, para llegar a Valencia a las 00’30 del siguiente día.
Pese a lo
“exótico” de la posibilidad de viaje, nos decantamos por esta alternativa,
contando con que embarcaríamos el equipaje siempre pesado en Valencia y lo
recogeríamos en Kiev, evitando o los riesgos de pérdida en los tránsitos o las
molestias de subirlo y bajarlo de los trenes o autobuses o aviones para llegar a los
aeropuertos de Madrid y/o Barcelona.
Y, andando
el tiempo, llegaron las fechas de la partida, y ahí estábamos saliendo de
nuestro domicilio valenciano a las once de la noche, y llegando al casi desierto
aeropuerto de Valencia, para esperar en no muy larga cola la facturación (ahora
siempre llamada “check-in”)
El
mostrador destinado a nuestro vuelo comenzó a operar cerca de la medianoche, y
al frente del mismo estaba una tierna jovencita, cuya tímida y asustadiza
mirada denotaba que poco impuesta estaba en la materia, pues por cada pasajero
invertía casi diez minutos en el tecleo interminable para expedir las etiquetas
del equipaje.
Sea como
fuera, la realidad es que poco después de las doce y media de la noche ya
estábamos sentados en la sala de espera próxima a la puerta de embarque, que
era la única con gente, y hasta pudimos ver por el mirador cómo tomaba tierra
el avión de la compañía aérea ucraniana, que se conectaba con el brazo
articulado (“finger”) cercano a
nosotros.
Unos
cuarenta minutos antes de la hora de salida, dos agentes de policía se situaron
en la cabinita que hay delante del acceso, para el control de pasaportes, que para
los españoles se les limitaba a una ligera visualización de la fotografía y
vigencia, y para
los extranjeros demandaba la presentación de la tarjeta de
estancia o residencia, en su caso, más el sellado o estampilla de salida.
Con más de
veinte minutos de adelanto accedimos al embarque, y comprobamos que la aeronave
era un moderno avión Embraer 190, de unos cien asientos, aunque , paradojas
del destino e ineficiencias de los operarios en tierra, se nos había asignado asientos separados, pese a haber efectuado
la facturación de los primeros pasajeros. (¡Ay, la jovencita empleada de la facturación!)
Y ya sentados
en nuestras plazas (el avión iba casi completo) se produjo el
despegue con cinco minutos de antelación. Los asientos eran cómodos y los
vecinos de plaza no incomodaban, aunque ese vuelo noctámbulo era toda una
incógnita.
Al
despegue se quedó la cabina casi a oscuras, y para leer fue necesario conectar
las luces individuales, lo que se hizo nuevamente preciso cuando el avión
ya había alcanzado su altura de crucero y se había efectuado por las azafatas
de cabina (por cierto, unas ucranianas bien guapas) un casi simulacro, por lo corto, de
servicio de bebidas y algún que otro alimento sólido, eso sí, previo o
simultáneo pago a precios "de altura" (3€ un café o un botellín de agua).
Hecha la
penumbra, como mi asiento ni siquiera estaba junto a la ventanilla, no pude
distraerme con mi hábito de visionar desde la altura las lucecitas de las zonas
o ciudades por las que se hacía el periplo,
de manera que intenté dormitar
(dormir era difícil) hasta que unas dos horas y media después del despegue se comenzó a
vislumbrar por las ventanillas la tenue luz que anunciaba la incipiente aurora (al viajar hacia el
este, se adelantaba).
Cuando ya
las posaderas exigían cambios posturales, allá sobre las cuatro y media de la
madrugada (hora española) la reducción de potencia de los reactores denotó que
el aterrizaje se avecinaba, y, efectivamente, a las 4’45 (5’45 Ukrainian time)
la aeronave tomó tierra en el amplio pero vacío y sin aviones aeropuerto de
Ivano- Frankivsk.
El pequeño
edificio de la terminal estaba cercano a la zona en la que estacionó el
avión, pese a lo cual hubo que tomar un autobús (el único existente) que
cruzaba los escasos doscientos metros hasta el edificio. Más tiempo en subir y bajar y esperar que si se hubiera recorrido el trayecto a pie.
A la
entrada pude comprobar que el edificio era el mismo que veinte años antes había
utilizado en un pintoresco vuelo doméstico desde Kiev, aunque algo remozado. Y hubimos de pasar el
control de pasaportes (en esta ocasión se estampillaban los nuestros), pero,
¡oh sorpresa! había que recoger las maletas que habíamos facturado en la
esperanza de que llegaran hasta Kiev, porque se nos dijo que había que volver a
escanearlas y facturar otra vez, por lo que, con ausencia total de carritos portaequipajes, se nos implicó
en el arrastre de esas maletas más los pequeños carritos de mano, hasta
una
sala diminuta, en la que unas funcionarias de avanzada edad, con visión dificultosa
y problemas en el uso de obsoletos ordenadores, trataban de hallar nuestros
nombres en la lista y expedían nuevas tarjetas de embarque, además de nuevas
etiquetas para las maletas, que antes habían tenido que sufrir un nuevo
escaneado. (Mi esposa comentó que ello era al más puro estilo soviético de antaño)
Y los pasajeros
aún hubimos de experimentar nuevamente ese incordio que es el arco detector de
metales, y sacar el ordenador del carrito, depositándolo en las bandejas… ¿Quién
había pensado en vuelo sin las molestias de los tránsitos?
El cuerpo
pedía un café o un poco de agua, pero el diminuto bar se hallaba antes de la
zona de embarque, por lo que hicimos de la necesidad virtud y con estoicismo
accedimos a una sala de espera que era probablemente la más pintoresca conocida
en los
últimos tiempos, con una treintena de sillas de bar alineadas frente a
un ventanal, y nada más. Eso sí, los servicios sanitarios al menos estaban
limpios…
La
“Ucrania profunda” de tiempos atrás vino a nuestra mente, aunque pronto
volvimos al autobús que nos evitaba caminar los doscientos metros hasta el
avión, y casi en seguida éste despegó, permitiéndonos en su ascenso gozar de la visión de la
inmensidad de los Cárpatos, con sus cumbres bien nevadas. Algo era algo.
El vuelo
hasta Kiev, con duración anunciada de 75 minutos, demoró poco más de 45, y fue cómodo,
con la ventaja de que se nos ofreció un vaso de agua, ¡sin pagar!
El
aeropuerto de Kiev Boryspil es una moderna obra, de enorme amplitud, inaugurada
para la Europa de fútbol 2012, y las maletas pronto afloraron por la cinta
transportadora, de manera que a las 8 de la mañana ucranianas ya nos sentábamos
en el coche que nuestro hijo había traído al aeropuerto y que, por
cortesía de
nuestra querida amiga y eximia catedrática, la Dra. Ludmila, íbamos una vez más
a usar durante nuestra estancia.
El tiempo
era fresquito, con huellas de reciente lluvia, y había que abrigarse, más
cuando llegamos poco después de las 9 a nuestra casa de Vishgorod, cercana a
los bosques, en la que nuestra nuera, Kateryna, y nuestra nietecita Milana nos
acogieron con todo cariño, especialmente la pequeñita, quien pese a sus dos
años de edad y que desde doce meses antes no nos había visto, se integró con
nosotros y comenzó a chapurrear con bastante sentido frases y palabras.
Las expresiones “babushka” y “diedushka” (abuela y abuelo) pronto salieron de su boca,
augurándonos unas próximas felices convivencias con la casi bebé.
Después de
un magnífico desayuno, con varenicky
y otras especialidades, nos tumbamos un rato en duermevela, para paliar en
cierta manera las vivencias de una noche aérea, diferente y casi bohemia…
Menos mal
que el límpido aire de los bosques cercanos y la sensación de vida en familia
nos anunciaban normalidades que bien ansiábamos.
Y seguiré
contando, porque el siguiente día era Pascua.
SALVADOR DE
PEDRO BUENDÍA
Excelentes reseñas históricas de éstos increíbles países, siempre he querido ir allá, pero por razones laborales aún no había podido, actualmente conseguí un free tour moscu español, iré en mi mes de vacaciones.
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