Viaje en dromedario y periplo por el interior del volcán Timanfaya
Después de haber vislumbrado,
pasando por la carretera LZ-67 que transcurre por sus cercanías, la cumbre del
volcán Timanfaya y todos los cráteres que se hallan en su derredor, era
obligado dedicar una amplia visita a la atracción, que comenzamos al norte de
Uga, en la zona denominada “de los camellos”, en la que constituye una
atracción turística un viaje por la montaña a lomos de un dromedario (porque el
camello tiene dos gibas, y el dromedario solamente una). En un amplio
aparcamiento se hallan las originales instalaciones de la Oficina de Turismo,
pues están soterradas e iluminadas, al estilo de César Manrique, por unos lucernarios
que constituyen el piso de una zona volcánica.
Allí, en un amplio espacio
para vehículos, muy concurrido por coches privados y autobuses de recorridos
turísticos, hay algo así como un centenar de “camellos”, de los que la mitad
yacen sentados sobre sus patas traseras y la otra mitad, en grupos de diez o
doce, recorren con andar cansino las lomas cercanas, en un trayecto cercano al
kilómetro.
Los visitantes han de pagar seis
euros por persona y al cabo de un rato de espera hay que sentarse sobre la especie
de sillas que ofrecen un asiento a cada uno de los lados de la joroba, tras lo
cual el sirviente (generalmente de etnia marroquí o sahariana) levanta el
animal y le lanza unos gritos ininteligibles para que se ponga en marcha, lo
que hace que el animal cabeza de hilera se mueva arrastrando a los que le siguen
(enlazados por unas cintas o cadenas). Los dromedarios llevan controlado su
morrro por una especie de bozal de tela parecida a la metálica, y algunos en la
boca presentan una especie de paño cubriéndola, según se nos dijo, para evitar
que escupan y muerdan.
El recorrido a bordo de los
animales es interesante para quien no haya montado estos animales, pues la marcha
va moviendo de un lado a otro el asiento, y el viajero se siente traqueteado en
su columna y especialmente en sus riñones, aunque todo lo compensa la subida
que se hace de varias lomas y el espectacular panorama que se vislumbra tanto
al subir como al descender. Interesante.
Después de esta primera
experiencia “a la africana”, lo oportuno –y eso es lo que hicimos— fue retornar
a la carretera y llegar hasta el punto de entrada a la “Montaña de Fuego de
Timanfaya”, que así se llama la zona visitable de este volcán, el más
renombrado, cuya última erupción fue allá por el año 1820.
Un bien cuidado y vigilado acceso
conduce hasta el llamado “Islote de Hilario”, que es una especie de montaña
dentro del cráter, en la que hay amplios aparcamientos, y que ofrece un
restaurante panorámico (las críticas de sus productos no son demasiado buenas),
pero especialmente el atractivo por una especie de brocal de pozo, que emana
calor volcánico, y en el que se sitúan parrillas con carne, para que el fuego
del fondo vaya cociendo o asándola. Muy turístico.
En las afueras hay como unos tubos u oquedades que emanan humo, y en las que un empleado echa agua, que sale
disparada como si de un geiser se tratara. Hay que pensar que no hay truco,
porque se percibe el calor de la tierra, aunque todo sería posible.
Pero lo más atractivo es el viaje
que se brinda (incluido en la entrada) en un autobús que sale de allí mismo y
recorre todo el interior del volcán y sus distintos
cráteres, y que permite
quedar absorto e impresionado por tanta naturaleza muerta, tantas rocas
destrozadas y apelotonadas por el tremendo calor, tantas vertientes de lava y
tantas arenas expulsadas por el volcán.
El ómnibus se detiene cada corto
trecho y se facilita información en tres idiomas sobre el paraje que se
contempla.
Es ciertamente impresionante
(espeluznante a veces) comprobar cómo la “no vida” es el panorama dominante.
Hay quien ha dicho que el paisaje
es lunar. Yo diría que es más: Es un paisaje de la ausencia de vida, de la
muerte desde el fuego. De las entrañas de la tierra vomitadas hacia el cielo.
Transcurrida la visita al
Timanfaya, era tiempo de prodigarse por otros lugares, y nos dirigimos hacia el
sur,, sobrepasando Yaiza para acercarnos a las salinas de Janubio, que ofrecen
un bonito panorama, con el sol refulgiendo sobre las aguas y la sal; y llegar a
Los Hervideros, zona abrupta de rocas, entre las que rompe el mar y produce una
especie de espuma blanca en ebullición. La zona está muy bien acondicionada,
con senderos asfaltados que se introducen entre las distintas oquedades y que
permiten visionar muy diferentes aspectos de la “ebullición” de las aguas
marinas.
Desde ahí queda a tiro de piedra
la playa de El Charco, con alguna zona de arena, que brinda multitud de
restaurantes, algunos interesantes, como, por ejemplo, “La Lapa”, en primera
línea, que ofrece además de deliciosos pescados y frutos de mar, unas lapas de
la zona que se sirven con una especie de mojo y que resultan exquisitas. Tanto
nos gustó que nos conjuramos volver el día siguiente para comer allí.
Al regresar de la zona volcánica,
atravesándola una ves más, nos volvimos a felicitar por la belleza del paisaje
que estábamos gozando, Único.
Al volver a nuestra estancia de
Muñique, aun elaboramos un precioso pulpo de tres kilogramos de peso (de la
zona), que previamente habíamos congelado, por aquello de potenciar su mejor
cocción, y con cuya cabeza o bolsa preparamos un arroz de pulpo que degustamos con
placer, más con los trentáculos un pulpo “a feira” (a la gallega) en el que nos acompañó nuestra
anfitriona.
El día había resultado
completamente “lanzaroteño”: Camellos, volcanes, pescados, panorama, descanso.
Vida en tiempos de Navidad.
Vida en tiempos de Navidad.
SALVADOR DE PEDRO BUENDÍA
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