IV.- VIAJE EN AVIÓN,
LLEGADA A KUALA LUMPUR, CENA TÍPICA Y DISFRUTE DEL PANORAMA NOCTURNO
El trayecto aéreo
desde Ámsterdam a Kuala Lumpur, de más de doce horas, llega a resultar
interminable.
El avión es cómodo,
pero en clase turista los asientos son algo estrechos y si no se recae al
pasillo, cada vez que hay que ir al servicio se precisa molestar a los vecinos. Unido a ello que permanecer sentado la mayoría del viaje reporta a los
de más edad (nuestro grupo no era de jovencitos precisamente) calambres y
molestias musculares.
A la hora de la
salida, las siempre bien dispuestas azafatas fueron sirviendo un pequeño
aperitivo (cacahuetes y bebida) y después presentaron la cena, que componía una
ensalada vegetal, un platillo de pollo a las especias con arroz y verdura,
ensalada de frutas y unas natillas, más bebidas y café o te. Suficiente para
romper la monotonía y propiciar el sueño, que era necesario para paliar el
cansancio acumulado en Ámsterdam, y “matar el tiempo”.
La gran ventaja
era que en la pantalla individual se podía organizar la visión de varias
películas, inclusive de noticias de actualidad, y seguir la ruta del
avión.
Así, me entretuve en comprobar cómo desde la salida de Schipol, la aeronave
volaba hacia el norte de Nederlands y seguía por el norte de Alemania
(Hamburgo y Bremen), hasta ir casi directamente, por encima de Gdansk (Polonia),
hasta Minsk (Bielorrusia) y desde allí derivar sobre Rusia en dirección a
Volgogrado, superando Turkmenistán y Kirguizistán, para dirigirse a cruzar el
Himalaya por Nepal y aparecer al norte de la India, en concreto Calcuta, y ya
desde allí volar en paralelo a la costa de Tailandia, para seguir bordeando la
costa de Malasia (sobre las islas de Langkawi y de Penang), para terminar llegando al sur de Kuala Lumpur, Sepang, donde
se ubica el aeropuerto de la capital.
La mayoría del
pasaje dormía o dormitaba, mientras las luces de la cabina permanecían
apagadas, aunque yo mismo apenas conseguí descabezar un sueñecito, pues me mantuve interesado en seguir la trayectoria del vuelo.
Cuando faltaba
algo más de una hora para la arribada, comenzó a servirse el desayuno/almuerzo,
compuesto de una tortilla de queso, ensalada, mantequilla, mermelada y pan, un
yoghourt, ensalada de fruta y un quesito cremoso, con bebida y café o te. Más que suficiente.
En estas nos
hallábamos cuando se anunció que en treinta minutos la aeronave
tomaría tierra en el aeropuerto de Kuala Lumpur, en el que la hora (de Malasia) era las 14’40, es decir, seis horas más que en Europa, y la temperatura, de unos 35 grados.
tomaría tierra en el aeropuerto de Kuala Lumpur, en el que la hora (de Malasia) era las 14’40, es decir, seis horas más que en Europa, y la temperatura, de unos 35 grados.
El aterrizaje fue
tan suave que casi pareció imposible en un monstruo como aquel avión de tantas
toneladas de peso.
Y se pasó al interior del aeropuerto.
Y se pasó al interior del aeropuerto.
La terminal aérea
de Kuala Lumpur se presenta moderna, con un monorraíl que une distintas partes,
y que nos llevó a la zona de Inmigración, o sea, de control de pasaportes, en
la que los oficiales de policía nos
despacharon con bastante agilidad (unos 15 minutos), previo estampar nuestras
huellas digitales (en este caso los dos dedos índices) en escáneres al efecto.
Bien moderno.
La recogida de
equipajes fue rápida y sencilla, y al salir a la zona común comenzamos por
cambiar algunos euros por la moneda malaya, el ringgit, marcado como MYR, a
unos 4’60 MYR por cada euro.
Poco después fuimos asaltados por los que querían ofrecernos taxis, y el primero nos
pidió 180 MYR hasta Kuala Lumpur (65 kms.), y como le regateamos, acudimos a
otros, hasta que por fin, Tamara, mi esposa, muy avezada y hábil en estos menesteres,
consiguió un taxi por 100 MYR.,
Se trataba de un
vehículo bastante nuevo, con el conductor educado y que hablaba un inglés
bastante correcto, que en unos 45 minutos nos dejó en el hotel WP, que era el
previamente reservado para esa noche y la del siguiente día.
moneda local (que hubimos de comprar en una oficina de cambio próxima), los ringgits. Empezaron por insinuar que eso no era posible, pero finalmente no tuvieron más remedio que aceptarlo. Entonces dijeron que debíamos constituir un depósito en garantía de lo que ellos llamaban “incidencias”, y como mostrásemos nuestra oposición, les forzamos a aceptar depósito en billete de 20 Euros, a devolver (los billetes) a nuestra salida. Mal que bien, la recepcionista (envuelta en su velo islámico) lo aceptó y por fin pudimos acceder a las habitaciones, tan bien dispuestas y dotadas como ya habíamos visto en el anuncio del hotel.
En el hotel nos
recibió con amabilidad el mozo de puertas, Masum, quien, solícito, tomó nuestros
escasos equipajes, y comenzamos la que resultó ardua tarea de registrarnos, o
dicho en términos más actuales, efectuar el check-in.
En primer lugar y
después de fotocopiar los pasaportes, comenzaron las peticiones: Debíamos pagar
por adelantado la estancia de dos días, y pese a que ya se había asegurado el
hotel una jornada, cobrándola de la tarjeta de crédito facilitada como
garantía, se nos dijo que eso lo devolverían vía tarjeta, a lo que nos opusimos
y exigimos se nos cobrara solamente lo que faltaba, computando el anticipo, lo
que desconcertó a las recepcionistas, máxime cuando les dijimos que para evitar
mayores problemas íbamos a pagar en
moneda local (que hubimos de comprar en una oficina de cambio próxima), los ringgits. Empezaron por insinuar que eso no era posible, pero finalmente no tuvieron más remedio que aceptarlo. Entonces dijeron que debíamos constituir un depósito en garantía de lo que ellos llamaban “incidencias”, y como mostrásemos nuestra oposición, les forzamos a aceptar depósito en billete de 20 Euros, a devolver (los billetes) a nuestra salida. Mal que bien, la recepcionista (envuelta en su velo islámico) lo aceptó y por fin pudimos acceder a las habitaciones, tan bien dispuestas y dotadas como ya habíamos visto en el anuncio del hotel.
Descansamos un
rato, y salimos a dar una vuelta por los alrededores, comprobando que el hotel
estaba enclavado en un barrio mayoritariamente árabe, repleto de tiendecitas y
restaurantes de aspecto humilde, sobre lo que pasaba el monorraíl que
circunvala la buena parte de Kuala Lumpur.
Quisimos beber
una cerveza, pero resultó vano intento, ya que el barrio era árabe y en la ciudad predomina la religión musulmana, por lo que el alcohol y las carnes de cerdo escaseaban y
solamente podían hallarse en algunas tiendas no islámicas.
Nos pertrechamos
de agua y algunas galletas para nuestras estancias en las habitaciones, y a
media tarde preguntamos al maletero y al encargado del hotel a dónde ir a cenar,
en plan algo típico.
Se nos recomendó
la zona de Bukit Bintang, y especialmente la calle Jalan Alor, y allí nos llevó
un taxi por unos 3 Euros al cambio.
La calle es de un
colorista y variedad totales, pues a ambos lados, sobre las aceras, hay muchos restaurantes
y tiendas de comida, en las que se ofrecen
desde insectos fritos hasta todo
tipo de carnes y pescados, frutos de muchas clases (la mayoría desconocidos (dorian, fruta de la pasión...) para nosotros, (exceptuando los cocos) y en las cartas de los restaurantes (unos
chinos, otros indios, otros tailandeses) que se nos presentaban al pasar,
muchos platos desconocidos, bastantes de ellos con leyendas también en
inglés, por lo que dimos una vuelta para completa revisión, decidiéndonos
por un tailandés que ofrecía pescados y carnes.
Optamos por un plato llamado “Tomyam”,
en el que en una cazuela casi hirviendo había verduras, calamarcitos, gambitas y pescados,
cuyo aspecto era muy bueno.
Con lo que no contábamos
era con el picante, mucho, que hizo arder nuestras bocas, aunque tuvimos la
suerte de que en este restaurante se servía cervezas, y por ello tres grandes
cervezas “Tiger” (la marca nacional) aliviaron nuestro ardor bucal y nos
sirvieron para gozar de una bebida alcohólica.
La calle se había
llenado de visitantes y curiosos, que miraban los restaurantes y compraban
también comidas sueltas para consumir mientras paseaban.
Al rato, vinos un
tenderete en el que se anunciaba “helado frito”, algo que nos había recomendado
nuestra hija Katia y que ella había experimentado en Indonesia. Encargamos
tres (dos de menta y uno de vainilla) y observamos con curiosidad cómo los
elaboraba el hombrecillo del puesto, en unos recipientes redondos que parecían
estar muy fríos y que casi congelaban el material, sobre
el que rascaba con una
especie de paleta y finalmente se hacía un rollo, sobre el que se ponía unos
frutos secos, y se servía como en un cono o cucurucho. Estaban buenos, de verdad, y
comprobamos que llamaban fritura a esa manera de elaborar sobre planchas
redondas frías.
Se estaba
haciendo tarde, y ya nos pesaban las horas del día de llegada, porque aunque el
vuelo había arribado a mediodía, la tarea había sido intensa, y habíamos descansado poco en el vuelo.
Así que en otro
taxi retornamos al hotel, en el que yo mismo quise ir a la terraza superior, en
la que se hallaba la piscina, para contemplar la maravillosa vista de las
Torres Petronas y degustar un jugo de
“water melon” (sandía, al fin), mientras
trataba de alcanzar el sosiego que exigía la primera noche después del largo
viaje.
Ya estábamos en
Malasia, nación desconocida y que pretendíamos descubrir.
SALVADOR DE PEDRO
BUENDÍA
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